GUANTÁNAMO, Cuba, julio, 2012 -Las declaraciones del Arzobispo Jaime Ortega y Alamino durante su reciente visita a la Universidad de Harvard, E.U.A., y la secuela de respuestas que le sucedieron resonaron en nuestra Iglesia. Una disculpa habría bastado para acallar las protestas pero eso no ha ocurrido aún a más de dos meses del suceso.
Tratando de defender lo indefendible algunas personas cercanas a Monseñor Ortega asumieron su defensa multiplicando los efectos de la polémica, circunstancia muy bien aprovechada por los que medran con los errores ajenos, quienes arremetieron contra el Arzobispo y la Iglesia, como si ésta tuviera la culpa del desaguisado de Boston y estuviera significada únicamente por la persona del Arzobispo de La Habana.
A pesar de que la polémica se ha desarrollado fundamentalmente en el ciberespacio- lugar inaccesible para la gran mayoría de los cubanos- el hecho ha repercutido de diversas formas entre la feligresía porque es una verdad indubitable que el pueblo de Dios también vive dentro del mundo y esa parte de él que nos ha tocado por condición natural es Cuba, un país donde todo pasa por el parte aguas de la política.
La Iglesia Católica es una de las instituciones más atacadas a nivel internacional y la cubana no es la excepción. Invito a quienes duden de esto a que entren al sitio Cubadebate y busquen las opiniones de los foristas acerca de la visita del Papa Benedicto XVI a Cuba; de hacerlo verificarán cuánta ignorancia existe acerca de nuestra Iglesia y cómo el odio ni siquiera tiene que ser organizado por el gobierno para reclamar su espacio.
No perdemos nada si reconocemos que nuestra Iglesia no es homogénea.
Estuve en la celebración de la eucaristía en la Plaza de la Revolución Antonio Maceo Grajales, de Santiago de Cuba, el mismo día de la llegada del Papa. A escasos metros del lugar donde me encontraba ocurrió el incidente que de inmediato fue reportado por numerosos medios de prensa. Aunque no pude ver lo ocurrido este hecho se convirtió en tema de conversación durante el regreso a Guantánamo y en los días siguientes. Luego vi el video que captó el suceso. Un domingo, saliendo del templo, comenté sobre el ataque cobarde e injustificado que sufrió el ciudadano que alteró el orden en el lugar y un hermano me respondió tajantemente: “Se lo tiene merecido”. Esta respuesta me asombró; lo mismo me ocurrió al escuchar decir a un representante del Vaticano, en el video mencionado, durante la conferencia de prensa celebrada ese mismo día al finalizar la misa, que lo ocurrido había sido insignificante. ¿Insignificante un hecho que revela hasta qué punto está estructurado y legitimado la violencia en nuestra sociedad cuando se actúa a favor del gobierno? ¿O es que vamos a subordinar lo que nos enseñó Jesús a las conveniencias políticas?
Hay hermanos que eluden el menor de los tratos con quienes apoyan al gobierno olvidando que ellos tienen nuestra misma dignidad porque fueron creados, como nosotros, a imagen y semejanza de Dios. No dejan de existir otros que se alegran de los padecimientos de salud y errores de algunos líderes e incluso les desean la muerte. Posturas como éstas existen en una Iglesia donde a veces las enseñanzas van por un lado y la práctica por otro, porque bastaría una atenta lectura de los Evangelios para saber que nada ganamos con la muerte ni la desgracia de ningún ser humano. Si alguna de estas personas se hubiera detenido en las páginas iniciales de esa obra cumbre de la literatura que es “¿Por quién doblan las campanas?”, del escritor norteamericano Ernest Hemingway, habría leído los hermosos versos del clérigo John Donne, pertenecientes a su “Sermón XVII”, que fueron consignados por el novelista al inicio de su libro, en los que el poeta afirma: “La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy involucrado en la humanidad”.
Es evidente que ante tanta división y violencia es necesario un diálogo, pero éste no debe ser un encuentro cada seis meses, un año o más, sino un ejercicio de interlocución realizado con menor periodicidad, con una agenda que implique la discusión de todos los problemas que preocupan y laceran a nuestro pueblo. Un verdadero diálogo implica la participación de todas las fuerzas de la sociedad civil cubana, la que está legitimada por el gobierno y la que actúa sin su consentimiento porque se le niega la legitimidad que merece. Llamarle diálogo a encuentros convocados únicamente por el gobierno, donde se discuten situaciones puntuales propuestas por el gobierno y se evade el análisis de problemas acuciantes para Cuba es un sofisma.
Como afirmó Hans Küng, lo que logre o no la Iglesia se deberá a la actuación de nosotros los cristianos. La misericordia, la tolerancia, la humildad, decir la verdad y defenderla a pesar de los riesgos, ser capaces de tenderles nuestras manos a los enemigos son actitudes que tienen que comenzar por casa. Pero los laicos necesitamos sentir que en ese camino no estamos solos.
Fuente: Cubanet.
Fuente: Cubanet.
*Licenciado en Derecho. En 1999 fue sancionado de forma injusta e ilegal a ocho años de privación de libertad y desde entonces se le prohíbe ejercer como abogado. Ha publicado los poemarios “La fuga del ciervo” (1995, Editorial Oriente), “Escrito desde la cárcel” (2001, Ediciones Vitral), “Los apriscos del alba” (2008, Editorial Oriente) y “El agua de la vida” (2008, Editorial El mar y la montaña).
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