LA CARIDAD ASALTADA ENTRE CURAS Y POLICIAS.

Por: Orlando Luis Pardo Lazo.
Con frecuencia hacían y recibían llamadas usando sus teléfonos celulares
Finalmente ha ocurrido el milagro. La prosa de guerra de décadas y décadas de totalitarismo mediático emerge ahora en boca de la Iglesia Católica, otrora enemigo irreconciliable de las sociedades sin Dios.
El Comunicado de Orlando Márquez, director de la revista Palabra Nueva de la Arquidiócesis de La Habana, pedido por el órgano oficial del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, es el suicidio de una ilusión.
Sin llegar a primera plana, pero con la venia del Cardenal Jaime Ortega y el imprimátur del General Raúl Castro Ruz, acaba de quedar obsoleto (incluso estando aún en ciernes) el capítulo cubano de la "reconciliación".
Autor de mil y una columnas democratiformes, Orlando Márquez, no sin hidalguía humillante, ha pagado el precio de informarnos que ya no habrá tal. Al menos no entre los hombres y mujeres vivos ahora. Resquemor antes que reconciliación: en esto, también, fueron sabios nuestros señores de la guerra como fuente verde-oliva de gobernabilidad.
Da pena (y pánico) este excentricismo eclesiástico ante una cuestión doméstica de derechos humanos, en una nación que cojea al respecto desde el mismo texto constitucional. Maravillan (y mutilan) las amenazas de una intervención policiaca que arrasaría con la "libertad religiosa" de los cubanos (caerán justos por pecadores: es el dogma ejemplarizante del Estado revolucionario). Da risa (y rabia) la paranoia pacata de verse víctimas de un complot anti-papal. Es miserable (y mediocre) este matrimonio de una institución del espíritu en el altar más materialista — ¿militarista?— del mundo.
Cuba es un cadalso muy conveniente. Control es catolicidad. Pero Orlando Márquez legitima y, sin saberlo, lapida a su Iglesia. Con esta cópula de fidelidades, comienza a decaer el protagonismo que en los últimos años la jerarquía católica se robó. Las primeras palabras a título de Dios en nuestra prensa oficial son ya una capitulación, más artera que atea. Se le ven las costuras cómplices dictatextuales. La religión luce reducida a terapia de grupo para cubrir "necesidades espirituales y aún materiales". El templo, como la calle toda, parece no pertenecer a nadie, por ese pecado patrio de no ser suficientemente píos (aunque las intervenciones de la Seguridad del Estado sí sean hermenéuticamente justificadas como performance político o daño colateral).
Aplaudiendo somos apabullantemente un pueblo. Pero al primer gesto personal, desaparecemos. O nos desaparecen. Y entonces ya no somos más que extraños en tierra de otros. Peor aún, somos ese Otro conocido e irreconocible: parias imperdonables bajo la aplastante demagogia del poder (que siempre es Uno y no admite el Afuera).
De ahí tal vez la barbarie de ese ballet de anuncio-represión entre católicos y comunistas. De ahí también el asco incriminador que en simbiosis lanza a Granma y Palabra Nueva contra unos ocupantes capaces de "con frecuencia hacer y recibir llamadas usando sus teléfonos celulares". En algún bit inverosímil de esa señal de futuro podría estarse incubando hoy la herejía humanista de nuestra libertad.
Del post-comunismo al post-catolicismo sólo hay un sms de diferencia

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